Agarré uno de los “aquesados” triángulos de masa y elevé su suave nariz a stracciatella y pistacchio.
Torcí sus bordes pecosos, abombados y crocantes antes de morder las punticas con esmero y delicadeza… casi muero de la emoción: la masa perfecta, la temperatura correcta: jugosa, cremosa, elasticona… el queso marcado a humo y fuego, desleído y oleoso… valió la pena el viaje en avión y en avioneta. Una pizza DIVINA, en toda la amplitud de la palabra.