Me mostraron un nuevo paraíso culinario, algo que no había probado ni sentido jamás: su energía, la fuerza de sus sueños convertidos en comida de verdad.
Me impulsaron a buscar más allá de los manteles y las copas de cristal, a descubrir experiencias, a vivirlas desde dentro: comer sentado en un balde escuchando las historias de los coteros de la plaza, ver nacer la comida en chochitos de La Chamba en el patio de una casa, comer servidos preparitos en cayanas de abuelita, o en platos de peltre o en vasijas y hornillas de palo y de palito… escuchar las voces de las cocineras diciéndote “mi amor, papito, muñeco, bebe”; disfrutar su naturalidad, sus sonrisas, su gusto cuando algo te gusta… solo eso resulta la mayor experiencia.
Ellas me ayudaron a entender que, por encima de los títulos, las medallas y las estrellas culinarias, sigue siendo el sabor el único premio real… al final, da igual que cocines en una carretilla o sobre una estufa de modernas hornillas.
Eso las ha hecho grandes y exitosas. Ya quisieran muchos restaurantes tener el éxito que tienen ellas… ya quisieran muchos chefs de alto Turmequé alcanzar el sabor y la conmoción que logran alcanzar ellas con sus sencillos y sentidos platos.
Por eso me di a la tarea de brindarles, a través de mis palabras, la importancia y el respeto que se merecen, aplaudir su trabajo, ponerlas a la par de la denominada alta cocina, con idénticas palabras y auténtico entusiasmo.
Espero con esto ayudar un poco… que todo el que se precie de ser buen comelón pise primero este escalón… porque es en estas recetas, en estas manos y corazones, donde está la razón primaria de toda cocina: un comensal que coma siempre mirando para arriba, jamás sabrá si su gusto fue real o fue una mentira…