Este restaurante resultó una gran alegría, toda una revelación. Cada mordisco me dolía en las entrañas: me dolía de gusto, me dolía de emoción y agitación.
Estaba feliz comiéndome el Magdalena entero (y sus platos de abuelita), en un sobrio y sofisticado restaurante en el centro de la ciudad… desde un humilde frito hasta el mas elevado grito (del cocinador). Así fue.
Sonaba como a cumbia, sabía como a cumbia, una deliciosa fiesta de sabores sencillos y profundos. Los platos iban y venían: langostinos y cayeyes, empanadas de conejo, pulpo y boronía y hasta frijol palomito… cada trozo, cada pizca, cada tris, me volaban a un estado de solemne y profunda consciencia culinaria.
Fabian me miraba en silencio, yo parecía un chiquito descubriendo mi propia tierra, sus municipios, la sierra, sus profundas raíces y su cocorota congelá ¿y cómo no? A pesar de conocerlos, cada bocado era sorpresa tras sorpresa: todo tan nuevo y tan antiguo a la vez, todo tan conocido y tan extraño a la vez.
Lo único que pensaba con afanado antojo, era: ¿qué vendrá después? ¿qué vendrá después?